Invitacion a una decapitacion by Vladimir Nabokov

Invitacion a una decapitacion by Vladimir Nabokov

autor:Vladimir Nabokov [Nabokov, Vladimir]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Spanish, Novela
publicado: 2008-07-04T22:00:00+00:00


CAPITULO XI

Los periódicos ya no llegaban a la celda: habiéndose dado cuenta de que le quitaban todas las hojas que pudieran contener referencias a la ejecución, Cincinnatus mismo los había rechazado. El desayuno se simplificó: en lugar de chocolate —bien que muy liviano— le llevaban una agua sucia con una flotilla de hojitas de té; la tostada era tan dura que no podía morderla. Rodion no ocultaba que ya estaba aburrido de servir a un prisionero tan silencioso y molesto.

Deliberadamente demoraba cada vez más en la limpieza de la celda. Su llameante barba roja, el torpe azul de sus ojos, su delantal de cuero, sus manos como garras, todo esto se acumulaba por repetición para formar una impresión tan tediosa y deprimente que Cincinnatus se volvía cara a la pared mientras se realizaba la limpieza.

Y así ocurría ese día —solamente la vuelta de la silla con las profundas marcas de los dientes de bulldog en la parte superior del respaldo, dio la pauta de que comenzaba otra jornada. Junto con la silla Rodion le llevó una nota de M'sieur Pierre; escritura enrulada, elegantes signos de puntuación, firma como una danza de los siete velos. En términos jocosos y gentiles, su vecino le agradecía la amistosa charla del día anterior y expresaba su esperanza de que se repetiría pronto. «Permítame asegurarle».—terminaba la carta— «que yo soy físicamente muy, pero muy fuerte (subrayado dos veces con regla), y si aún no está usted convencido de ello, estaré encantado de demostrárselo con otras aún más interesantes (subrayado) muestras de agilidad y sorprendente desarrollo muscular».

Después de esto, durante dos horas, con imperceptibles intervalos de triste apatía, Cincinnatus, ora tirándose del bigote, ora hojeando las páginas de un libro, caminó por la celda. Para este entonces tenía hecho ya un estudio completo de ella —la conocía mucho mejor, por ejemplo, que la habitación donde viviera durante tantos años.

Esto en cuanto a las paredes: inalterablemente eran cuatro; estaban pintadas de uniforme color amarillo; pero, a causa de la sombra que las cubría, el tono básico parecía oscuro y parejo, arcilloso como era, en comparación con el punto mudable donde pasaba el día el brillante reflejo de la ventana: allí, a la luz, quedaban en evidencia todas las pequeñas protuberancias de la gruesa pintura amarilla —hasta la ondulada curva de las marcas dejadas por el pincel— y allí estaba el familiar raspón que el precioso paralelogramo de sol alcanzaba a las diez de la mañana.

Una rasante corriente de aire que se aferraba a los talones, subía del polvoriento piso de piedra; un mezquino y raquítico eco habitaba en algún lugar del techo ligeramente cóncavo, que tenía una luz (con cables empotrados) en su centro —no, no exactamente en el centro: imperfección que irritaba dolorosamente la vista— y, en este mismo sentido, igualmente doloroso era el fracasado intento de pintar la puerta de hierro.

De los tres muebles —catre, mesa, silla— solamente esta última era movible. La araña también se movía. Allá arriba, donde comenzaba el nicho de la



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